Alfonso nació en 1951, en San José, Costa Rica.  Es narrador, editor, artista gráfico, agitador cultural. Entre   (1980-1990) coeditó la revista de Arte y Literatura Andrómeda.


Fue el animador del Lobo Púrpura. Desde los ochentas está vinculado a la corriente del Surrealismo Latinoamericano, divulga poesía, gráfica y collages de importantes artistas surrealistas. Editó numerosos volúmenes con Ediciones Andrómeda y dirigió, junto al escritor y editor Tomás Saraví, el artefacto poético–gráfico: Manija.


Ha publicado: Noches de Celofán, La Novena Generación, Labios pintados de azul, Cartografía de la imaginación, Conversas.


Ha sido incluido en importantes antologías internacionales. Colabora regularmente con revistas y suplementos hispanoamericanos y sus textos han sido vertidos parcialmente al inglés, francés y portugués. Reside en Costa Rica y edita la revista Internacional Matérika. (www.revistamaterika.com).

 

Alfonso PEÑA

Costa Rica

Locas luciérnagas en la oscuridad


Estaba tirado en el concreto, su cara llena de hollín y alquitrán. Nadie reparaba en él, nadie se daba cuenta de aquel cuerpo… Nadie lo reclamaba.


Ella pasaba por ahí. Como todas las noches hacía su habitual recorrido. Vagabundeaba en busca de tarros y botellas vacías, metía sus ojos en todos los rincones. Clavando sus pupilas en el detritus, revolviendo nauseabundos tachos de basura dio con él. Su cara: un mapa-mundi ennegrecido. Su abotagado estómago: una nube de moscas haciéndole la corte. Llevaba un gabán raído, sin pliegues, sin bolsas, sin botones. Ni uno solo. Y los pantalones eran de un color cian revestidos de una red de agujeritos y costuras blancas.


Ella salía de su bohardilla a las diez en punto de la noche. Nunca había fallado. No se la veía en el día. Era una asidua habitante nocturna. Su pieza apretujada de tarros, de botellas. Su enagua roja despedía brillos robados al acero. Una blusa de cuadritos amarillos y verdes le daba un aire dominante. Calzaba fuertes botas, hechas así, para rajar en dos los tachos de basura. Apenas se iniciaba el itinerario. Las sombras se deslizaban furtivamente por las paredes. Tan pronto, y ya, el primer acontecimiento:


–¿Quién es? ¿Quién será? ¿Lo conozco? ¿Lo habré visto alguna vez?


Ahí, detenida, casi hecha de piedra frente a ese cuerpo pensaba que todas las noches eran diferentes. Recordaba que nunca una se había repetido. A veces regresaba con un bolso repleto; a veces regresaba arrastrando los pies y con las manos entumecidas por no haber encontrado nada. El día anterior había sido formidable: tarros de cerveza alemana, tarros de conserva inglesa, una acinturada botella que despedía un sabroso efluvio a vino, muchas botellas de whisky escocés… Muchas sombras... Ahora, poco movimiento... Cero botellas... Cero tarros… ¿Pero quién será?


Se quedó estática viéndolo durante un interminable minuto. Con las puntas de sus toscas botas trató de removerlo, pero nada; pensó que lo mejor que podía hacer era largarse. Pero no. ¿Cómo podría hacer eso? Se inclinó sobre él. Trató de identificarlo: imposible, demasiado hollín, demasiado alquitrán… sería muy embarazoso que apareciera una tercera persona. Comprometedor, aterrante, preguntas, respuestas. Justificaciones.


Como si estuviera orando, hincada en el concreto, recogió el ruedo de su enagua roja y lo aplicó con cuidado sobre el rostro. Este era ceroso y macilento. Se veía mejor con su máscara de hollín y alquitrán. Sus ojos chispearon como dos locas luciérnagas en la oscuridad. Sus manos, sus piernas, fueron un solo estremecimiento. Bajó cuanto pudo el rostro. Todo fue inesperado en aquel instante. Le había encontrado… Aquel que de seguro se largó entre los desacompasados silbidos de un barco atunero… Aquel que fue joven…


Se quitó las pesadas botas. Casi por instinto se acostó a su lado. Eran un solo cuerpo, un solo bulto. Era un gabán sin botones y una enagua roja. Una noche sin estrellas, sin ruidos, plagada de sombras.


Tuvo el suficiente tiempo para soñar: los dos recogiendo tarros de todos colores y formas, botellas gigantes, botellas enanas, aplastadas, botellas que reían, que hablaban… con rapidez tendrían bastantes, suficientes como para no ocuparse de nada más, no volverían a caminar sobre las cloacas, sobre los caños, por entre tenebrosos callejones… se encerrarían para siempre.


Su enagua roja perdió el brillo, muchas gotas de rocío, tal vez de agua, porque quizá esa noche llovió, la fueron inundando.


Era el momento en que las negras aves de la madrugada se repliegan. Era el crepitante paso del crespúsculo, dejando difuminados algunos jirones de niebla.


El Sol anunciaba su llegada. No había que pensarlo más. Ya lo había decidido. No le quedaba ninguna otra alternativa. En eso era unánime: lo acompañaría. No importaba el Sol que se le venía encima; no importaba el ruido lacerando sus oídos. Estaba segura de lo que iba a hacer: de nuevo se incorporó, restregó, o mejor hundió sus manos entre las hendiduras del asfalto, con delectación le volvió a hacer la máscara de hollín y alquitrán, le agradó su obra, era algo con lo cual nunca había contado: hacer máscaras. Se tendió en forma de ovillo a su lado y con un sugestivo movimiento de sus manos su rostro quedó como el carbón.