Carnaval
Arranca el carnaval
y el meridiano alegre del sol
cae sobre las caras del día.
La muerte huye.
Entre guisos de plátano maduro,
y ventas de tiliches,
no es el pueblo que roba, mata o asesina,
y muere anónimo;
sino la patria que se resuelve
entre aromas conocidos
y el viento de diciembre.
Un niño blanco canta una canción,
y una niña negra baila en frente de él;
la suave patria se resuelve equina,
y bajo sus cascos queda la muerte
hecha polvo,
mientras la luz cambia a rojo,
el carnaval arrecia
y tres turistas
toman fotos con el torso desnudo.
La vida se aleja de sus muertos.
Los niños toman las calles y las aceras.
Este no es el pueblo que roba
mata o asesina,
son los futuros suicidas de la risa,
los pájaros salvajes
que no estarán nunca entre rejas,
en una jaula metálica como los quieren ver,
los redactores del miedo.
Estos somos y luego esto seremos:
sombras de espaldas al tiempo,
olvidados para siempre
como debe ser.
Subidos a la rosa de los vientos,
serán ellos la montaña, el valle,
el río y el aire.
Pero el tiempo arde en la mujer obesa
que vende lotería.
La vida fluye en los bares
regentados por chinos,
y la música tramposa sale de aquel
bar secreto y noctámbulo.
Es esto lo que somos y no lo quieren ver.
En la esquina de las rosas
el ciego recita su retahíla incongruente,
pero todos la entienden.
El pueblo con cara de pueblo
no es el que asesina.
Alguien inventó una canción
entre las balas y el pecho,
pero el amor no cae asesinado,
se desdobla como un pájaro
imaginario;
la cadera de la mulata eleva
el día hacia su cresta,
y el carnaval arrolla
con desarmada armonía.
Los cuerpos apiñados,
desnudos y sublimes,
caen fatigados
por las últimas descargas.